Les dejo un texto clave, de lectura imprescindible. Disculpen la desprolijidad de la presentación.
Nuevas batallas
por la propiedad de la lengua
Por Marcelo Cohen
Este texto es el resultado de la enmienda y el desvío de otro
que escribí hace un año para un coloquio sobre exilio y
literatura argentina.
No crean que intenté sacar ventaja. Pensando en el famoso lema
de Joyce,
“exilio, silencio, astucia”, por un momento se me ocurrió que un
buen título
para esta crónica sería <p>Del exilio del traductor como arduo
pasaje a la</p>soltura. Sólo que entonces me acordé de
Cabrera Infante, un tristísimo
caso de privación forzosa de la lengua y el lugar amados, y
decidí ser más
prudente. Si trabajé sobre ideas anteriores es porque escribo y
traduzco y
porque a veces pienso que, quizá más aún que escribir, traducir
provoca en uno
dulces o ácidas y siempre interesantes perplejidades sobre el
lenguaje, el
entendimiento y la política, el exilio como condición
existencial generalizada
y las verdades y falacias de la identidad. Pero nunca he
conseguido abstraer, y
menos teorizar. Creo que la única forma de ir al grano es atacar
la enésima
variación de algunos episodios. Llegué a España en diciembre de
1975. No me
había ido de Argentina por miedo ni en un peligro mayor que el de
cualquier
militante político de superficie. Tenía una sensación de
asfixia, proveniente
de algo más que el ascenso de López Rega y las tres A, aunque no
me lo
confesara, y quería viajar durante uno o dos años. Estaba lleno
de Hemingway y
de Blaise Cendrars. Tres meses después fue el golpe de Videla.
Viví en
Barcelona hasta enero de 1996. Desde luego, es una patraña que
veinte años no
son nada. En esos veinte años me enamoré e hice parejas que
después se
rompieron, aprendí tres idiomas que no conocía, gané amigos y a
veces los
perdí, viví en ocho barrios diferentes, leí a la mayoría de los
escritores que hoy
cito más a menudo y vi las películas y escuché la música que hoy
prefiero; tuve
empleos y subsidios de desempleo; jugué campeonatos barriales de
fútbol,
escribí en la prensa y participé de un ateneo de pensamiento
libre; traduje más
de sesenta libros, la mitad muy buenos, y escribí doce; esas dos
décadas
hicieron del joven maximalista argentino de clase media judía un
impreciso
precipitado de nutrientes de otras personas, libros y
acontecimientos surtidos.
Llegué el 12 de diciembre de 1975. Tres semanas antes, el 20 de
noviembre,
había muerto Franco. No voy a exprimir la memoria para componer
un extracto de
todo lo que vi surgir a chorros después de que saltara el tapón
de la
dictadura. Hoy casi todo ese frenesí de vida cuajó en la estasis
de una sociedad
de satisfacciones súbitas y malestares digeribles, como
cualquier sociedad de
módica abundancia. Pero me acuerdo que en el comienzo, una
tarde, vi desde una
ochava que una manifestación por la autonomía de Cataluña
confluía con otra por
la libertad de los pájaros que se vendían en las Ramblas y otra
más de
Comisiones Obreras, y de que esa misma noche, en las Ramblas, me
arrastró un
tropel de travestis que desfilaba entre dílers, solapados
carteles de las
Brigadas Rojas e impunes puestos callejeros de siete y medio. Me
acuerdo que
una revista cultural en donde escribía. “El viejo topo”, cambió
de orientación
cuatro veces en medio año, de la autonomía obrera a la
afirmación de géneros al
anarquismo surrealista a la ética foucaultiana. Me acuerdo que
cada semana se
publicaban traducciones recientes de libros relegados durante
años, de Dylan
Thomas a Alfred Döblin y de Gérard de Nerval a Guy Debord. Me
acuerdo del
erotismo que embriagaba cualquier emprendimiento editorial,
cotidiano,
periodístico, político o recreativo, como ir a un concierto de
rock. La
exaltación que me causaba este carnaval se multiplicaba por el
hecho de que,
por la doctrina consuetudinaria del transterrado, yo imaginaba
que sólo me
comprometía en porción mínima. El involuntario subterfugio
consistía en creer
que mis compromisos verdaderos estaban en otra parte, allá, en
mi país, y en lo
que el horror de mi país despachaba hacia España. Una noche me
llamó por
teléfono un amigo de infancia que no veía desde hacía lo menos
diez años.
Estaba con la mujer en el aeropuerto; dos días antes habían
matado a su
hermana, militante como él de la JP , y no sabía adónde ir y no tenía la menor
idea de qué era Cataluña. Me acuerdo de que se pasaron una
semana sin salir del
cuarto que les conseguí. Llegaba gente que se había sumergido en
la
clandestinidad y el matrimonio casi desde la adolescencia, antes
de haber
conocido bien la calle, y recordaba con lágrimas una Rosario o
una Buenos Aires
que desconocía. Aparte de la rabia y el desconsuelo de la
derrota había desesperación,
dolor, añoranza de amparo familiar y hasta de una forma familiar
de desamparo.
Pero todo esto la
España de la transición lo absorbía en su caldo efervescente,
tendía a disolverlo, lo perfumaba, lo metamorfoseaba. Era una
situación de una
ambigüedad irritante, y a veces ridícula. No duró mucho más de
dos años; tres,
quizás, hasta que la democracia logró institucionalizarse,
España acató su
papel geopolítico y empezó el lento rumbo al liberalismo
concentracionario.
También ese proceso lo seguí con algún desapego; pero no
demasiado, porque
entretanto muchos habíamos reaccionado a la derrota argentina
con un
contraaprendizaje acelerado. El clima libertario de la España de fines de los
70 lo había favorecido: una
casi inmediata crítica de la ideología, que en mi caso
comprendía no sólo el
leninismo, todos los socialismos reales y la filosofía de la
toma del poder,
sino los apéndices locales de porteñismo integrista, machismo
familiero,
verticalismo militarista, violencia sexual, sentimentalismo,
culto de la pasión
impúdica, represión pequeñoburguesa generalizada. Todo esto iba
a
decantar en un programa de ampliación de la conciencia, de
intento de
destrucción de los paradigmas, que estuviera a la altura de un
urgente deseo de
independencia. El programa iba cuajando en eslóganes
fragmentarios. En la idea,
por ejemplo, de que no se trataba de cambiar la realidad para
poder seguir
siendo como éramos, sino de cambiar nosotros para hacer posible
otra realidad.
O más adelante aún: en la certidumbre de que ese cambio
conllevaba reconocer
que uno no se pertenece, que cada vida o biografía es una forma
pasajera y
mudable de algo que la antecede, la posibilita y la disipa al
cabo, que salimos
de una corriente intemporal, indiferenciada, cuyas otras formas
deberían ser
objeto de trato cuidadoso. Lo que yo no había asimilado todavía,
es que esta
condición nos pone más cara a cara con la responsabilidad. Por
cierto,
irresponsablemente, después de aceptar diversos trabajos más o
menos típicos de
exiliado joven, acepté la traducción de un libro que me
ofrecieron por
intermedio de un amigo. Traducir me parecía digno, entrañaba
aceptarme como
hombre de letras más que como narrador aventurero y en general
me parecía una
prueba mental absorbente. En revistas literarias argentinas
creía haberme
fogueado traduciendo poetas beat y cuentos de ciencia ficción y
sabía
suficiente latín para posar de una necia suficiencia. Me di un
golpe. El libro
que me encargaron era una biografía de Indira Gandhi y cuando
salió criticado
el reseñador opinó que estaba traducido en un “español
descuidado a más no
poder”. Me chocó que la acusación solapada de barbarie
descansara en un giro,
“a más no poder”, que usaba mi madre y yo creía argentinísimo, y
más me chocó
tener que plantearme en el futuro, si quería sobrevivir, qué era
un descuido
del español y qué
no. Comprendí rápida, casi atolondradamente, que nadie que
piense con frecuencia y alguna profundidad en el lenguaje puede
no desembocar
en la política, o cambiar su manera habitual de pensarla. Y
empecé a entender
por qué algunos visionarios, como William Burroughs aseguraban
que el lenguaje
es el instrumento más eficiente de control de las conductas y la
sociedad; pero
un control que se ejerce no sólo desde afuera, por medio de los
eslóganes políticos,
publicitarios, informativos, educativos, sino desde uno mismo;
desde las
ilusiones constrictivas, el proyecto que somos desde que nacemos
y el miedo a
no cumplirlos, las redes neurales de la ideología. Por
desgracia, mi primera
reacción fue parapetarme en la devoción por mi lengua uterina.
Pero dentro del
brete de ganarme la vida como traductor profesional en España.
Mientras, apenas
terminado el período de crítica del izquierdismo irredento, y
como para
rematarlo, un día, en el bar de la esquina de mi casa, iba a
ponerme a
conversar con un argentino que resultó ser el Osvaldo
Lamborghini. Quiero hacer
un homenaje a este escritor tremebundo. Por entonces leí La
causa justa,
donde, como se sabe, un japonés que vive en Argentina termina
haciéndose el
harakiri porque no puede sufrir que en vez de palabra de honor
los argentinos
tengan una chistografía, y me di cuenta de que la literatura
aberrante de
Lamborghini –como sólo quizá la de Puig— era la iluminación del
carácter
pornográfico de la política argentina, que a su vez era la
manifestación de la
mente argentina. Él era un hombre irascible y muy incorrecto.
Una mañana de
1983 subió a mi casa, tocó el timbre, entró y sin pedir permiso
pispeó mi
máquina de escribir, donde mediaba una traducción del Fausto de
Christopher Marlowe. “No lo vas a traducir al gallego, ¿no?”, me
dijo, y
discutió cómo podíamos colarle a la floreciente y jactanciosa
industria
editorial española las esquirlas subversivas de una literatura
periférica. Me
exigió que leyera Kafka, por una literatura menor, el
libro de
Deleuze, y que releyera con más cuidado algunos ensayos de
Borges, sobre todo<p>Los</p>traductores
de las 1001 noches. De esa manera psicopática pero efectiva,
situó las tensiones de nuestro exilio en su meollo, la lengua,
de donde para mí
ya no iba a moverse, con lo que otras cuestiones se resolvieron
casi de un
plumazo. Incluso me beneficiaría a la larga de otro modo, creo
que contra su
voluntad. Porque ya entonces,
aunque el temor reverencial me impidiera razonarlo a fondo, me
pareció que
entre la condena de Borges al prestigio de la identidad, a lo
que él llama “la
nadería de la personalidad”, y su afirmación férrea de las
variantes locales,
de las traducciones irreverentes ante los mandatos verbales del
Occidente
central, había una contradicción. Las políticas localistas del
verbo
quizá contribuyan a la independencia de las naciones
periféricas; pero, como se
vería a la larga, el hincapié en la singularidad nacional,
religiosa o
lingüística es catastrófico. Sólo que Borges, era de tontos no
advertirlo, no
patrocinaba una emisión anticolonial sino la recreación continua
de la
literatura, para sortear la trampa de este mundo ilusorio,
mediante la
transformación local de los giros heredados. En cuanto a mí, en
realidad tenía
unas ganas muy insistentes de estallar, quizá para estar a tono
con la
inusitada libertad contra la cual me estaba estrellando. Habían
desaparecido los más firmes
dispositivos de encauzamiento: no tenía familia, no tenía
partido, no tenía
carrera universitaria en marcha, ni trabajo ni pareja estable,
sólo tenía
amigos, afinidades electivas, y ningún proyecto fuera de la
literatura.
Como exiliado de escasos medios, aún indocumentado y libertario
incipiente,
coqueteaba con una módica amoralidad. La fantasía de estallar
culminaba en una
miríada de esquirlas heterónimas que resolverían el engorro de
la personalidad
en una pérdida de mí, una diáspora que saltaría los límites de
la percepción,
de la posesión, del simulacro, luego del temor del paso del
tiempo. Por desgracia,
los dispositivos de encauzamiento, atrincherados en el superyó,
se habían
concentrado en una insidiosa defensa de la identidad argentina,
y a la menor
provocación me habrían acribillado con culpas. De modo que en el
fondo me
sometía. El sometimiento consistía en una negativa maniática a
españolizarme.
Tenía mucho de campaña de salubridad. Yo quería desintegrarme,
sí, pero conservando la voz. Se sabe que
realidad de que el lenguaje tenga lugar. Pero la voz que yo
quería conservar no
era ese puro querer-decir que separa la cultura de la
naturaleza, sino esa voz
segunda, específica y ya afinada, que si nos une a la fuente del
ser es
solamente, suponía yo entonces, por la vía del origen
biográfico; una huella
digital comunitaria. De ahí al culto a las raíces, tan
perjudicial para quien
quiere despersonalizarse, no había más que un paso; pero yo no
lo sabía. Lo
único que sabía era que mi voz pugnaba contra la gravosa
atmósfera del español
peninsular. Yo era un extranjero en una lengua madre que no era
mi lengua
materna. Desde el punto de vista de la lengua madre, con su
larga prosapia de
integrismo, su centralidad imperial y teológica restituida por
el franquismo,
su estolidez pulida por la Academia y su agonía en la tecnocracia, eran los
latinoamericanos los que “decían mal”; los argentinos, en
especial, voseábamos
y, como ya dije, rezumábamos unos argentinismos que en la
industria editorial
estaban malditos. Editores y correctores nos trataban con afable
socarronería. En mi predominaba el escozor de un
permanente malentendido, de vivir en una lengua que no había
desarrollado una
cultura de la sospecha, que no interpretaba; que, como decíamos,
“no tenía
inconsciente”. Los españoles practicaban el refrán como si sólo
pudiera
significar una cosa, ésa que el refrán decía, pero que
implantaban a un sinfín
de casos. Confundían el presente perfecto con el pretérito
indefinido
–decían “El año pasado he estado en Londres”—y no distinguían el
objeto directo
del indirecto; se creían llanos pero pensaban sin precisión.
Crucificaban lo
que habrían podido ser delicadas gamas de sentimientos en
sentencias garbosas
pero pétreas. Los españoles y
yo decíamos cosas muy diferentes con casi las mismas palabras.
En vez de
examinar estos malentendidos por las dos puntas (sopesando, por
ejemplo, el
abuso jactancioso y cursi del eufemismo con que los argentinos
creen emular a
grandes poetas que no leen), yo canalizaba cada malentendido en
recelo, y al cabo
en desdén. Una vez le llevé fotocopiada a una editora el
artículo del María
Moliner donde se dice que el pronombre “lo” es el correcto para
reemplazar al
objeto directo y el “le” la excepción tolerada. Olímpica y
justamente, ella me
explicó la noción de uso y no me llamó más. Estas y otras
embestidas eran lo
que me aconsejaba el superyó de exiliado, que por entonces había
impuesto una
idea del exilio a cualquier posibilidad de abrirme a la
vivencia, o mejor a la
sensación. Ya se sabe que las ideas funcionan como cercos. La
más extendida de
las ideas de Exilio se nutre y es origen de la obsesión de
volver al país, con
la condición nacional lo más intacta posible, como fin rector de
todo
movimiento (en este sentido suplanta muy bien a la de
Revolución), y método
para recuperarse a uno mismo. Como relato personal dominante,
que prescribe
desarrollos y finales pertinentes, la tensión de este propósito
fomentar un
extrañamiento de lo real que en nada nos beneficia el
entendimiento; un
extrañamiento espúreo, esclavo de la comparación constante.
Había, desde luego,
una carga de rebeldía política en mi exasperación. El español
ambiental me
alejaba de mi cultura, cuya lengua era una de las herramientas
de su posible
emancipación; me mancillaba, me opacaba la voz, me anulaba como
vehículo de una
particularidad. Como se ve, yo estaba inmerso en una lucha por
la propiedad de
la lengua, y en los dos sentidos de la palabra propiedad. No
sólo se trataba de dirimir a
quién pertenecía esa lengua sino quién la usaba mejor.
Inevitablemente
estaba repitiendo el rencor de Sarmiento (“los españoles
traducen poco, mal y
no saben elegir”) y los sarcasmos de Borges para con el doctor
Américo Castro.
La disputa era acre, diaria, avinagrante, más trabajosa que el
deber de
cultivar la memoria de un ambiente patrio, y las insignias de un
pasado, para
que el relato que dictaba la idea del exilio no se rompiera en
simples
episodios sin ilación. Yo me
sentía en poder, no de un imperio, sino de los detritos pasados
por el
periodismo, los doblajes de películas, los anacolutos de los
políticos, los
eslóganes publicitarios y la creciente, deprimente, tendencia de
las grandes
casas editoriales a aplanar las traducciones – atenuando
relieves estilísticos,
reduciendo y segmentando las frases con más de una subordinada—
para facilitar
el acceso de los consumidores al libro. (Les pido un momento,
por favor, para
revisar este proceso. La costumbre española de doblar todas las
películas
extranjeras en vez de subtitularlas había acuñado formas básicas
de la lengua
“traducida” que el público reconocía cómodamente aunque nadie
hablara así. En
los años ochenta muchos traductores adoptaron esas fórmulas, que
ofrecían
soluciones rápidas y reconocibles, y al cabo algunas editoriales
decidieron
exigirlas. La serie de maniobras de arrasamiento de las
particularidades
estilísticas se llamaba “planchado” del original. La
consecuencia no
infrecuente era que en la prosa de gran parte de las
traducciones españolas de
los ochenta, en especial las pagadas por los consorcios
editoriales, la prosa
de Michael Ondaatje manifiesta una ominosa semejanza de familia
con la Stephen
King. Los más surtidos personajes de los dos eran capaces, por
ejemplo, de
decir <p>Da una de cal y otra de arena, Mira que
eres cateto o ¿Qué es lo que</p>te está ocurriendo?” Y en
esta mezcla de coloquialismo impostado y
estilismo cursi empezaron a escribir, esto era lo bárbaro,
varios novelistas
incipientes que leían abundante literatura traducida y poca
tradición de su
lengua.) Tantos motivos de querella me provocaron una erupción
de
fundamentalismo rioplatense. La tensión entre los deberes del
exiliado para con
su verbo raigal y la obligación de traducir para el idioma de la
península
habría podido ser muy provechosa, como terminó siendo al cabo,
si yo no me lo
hubiese tomado como una situación de guerra fría. A los enojosos
plurales de segunda persona y los
diferentes nombres de las mismas cosas no me costaba adecuarme,
porque en el
trato cotidiano ya era de hecho, no exactamente medio español,
sino medio español
catalanizado. Pero estaban, sobre todo, las maneras peninsulares
de ordenar la
oración, la cadencia del interrogativo y varios elementos más
que señalaban una
diferencia capital, angustiosa, en la dicción, la entonación y
la prosodia, es
decir en el temperamento de esa lengua con la mía. En esa
diferencia me
solazaba. Era una diferencia abstracta, peligrosa, sublimada,
pero basada en la
constatación justa de que las diferencias importantes entre el
dialecto español
central y los dialectos sudacas no eran las léxicas, sino las
relativas al
orden de los elementos de la frase y sus consecuencias en la
entonación, al
escandido, a la preferencia por ciertos tiempos verbales y las
respectivas
obediencias o desacatos a las normas y las tradiciones, por
ejemplo la del uso
o no de la preposición en “debe de haberlo hecho él”. El taimado
Ezra
Pound recordó que no existe ninguna lengua que contenga la suma
de la sabiduría
humana; ninguna capaz de expresar todas las formas y grados de
comprensión. En
vez de reflexionar sobre este adagio, yo sometía cada término
con pinta de
posible argentinismo a un control de calidad que ceñía cada
jornada de
traducción en un mareo de ebriedad delirante. A escondidas
incluso de mi
superyó, entretanto, disfrutaba de la sutileza de grandes
traducciones
españolas del momento, como las de Miguel Sáenz o Javier Marías,
y les
envidiaba una riqueza que, lo sabía, sólo podía provenir de un
trato más íntimo
con la parte menos reciente de la tradición central. Mi
tradición debía incluir a Quevedo, pero también a la gauchesca argentina y las traducciones latinoamericanas de
literatura
norteamericana. Dado que así vivía la traducción, como un lugar
asfixiante donde todos enjuiciaban la existencia de los otros,
intenté paliar
la molestia ejerciendo el contrabando y la insurgencia
lingüística menuda.
Pensaba que si practicaba injertos, desvíos, erupciones en el
lenguaje que se
me imponía, quizá produjera islotes de realidad anómala, moradas
frágiles cuyos
usuarios evitaran la condición ya fatal de consumidores, que era
el nuevo
estatuto general de los oprimidos y del cual latinoamérica aún
podía librarse.
Insistía en el pretérito indefinido, evitaba rigurosamente el
leísmo, los
personajes de mis traducciones exclamaban ¡Flor
de mentira!, como mi
abuela, acaso ¡Pedazo de mentira! y no ¡Menudo embuste!, como
mi tabaquera española, y en vez de Vale ponía De
acuerdo.
Paraba obsesivamente la oreja en busca de la expresión coloquial
más rara y más
cercana a las “nuestras” que las editoriales pudieran tolerar –camelo,
por ejemplo, o bochinche—y atesoraba términos del
siglo de oro cuya
existencia el barnizado español actual ignoraba pero habían
sobrevivido en la
ductilidad de nuestro sudaca --irse al mazo, sacar el pellejo-- o
palabras milagrosamente compartidas por el cheli madrileño y el
lunfardo
porteño, como guita. ¿Hay que decir que me prohibía
el verbo coger?
Mi meta, cuando el original lo posibilitaba, era una emisión
elegante, a la vez
cosmopolita, zumbona y hogareña, sobre todo consciente de que la
lengua es un
problema, más aún, de que el lenguaje es un desgarramiento, la
incesante, fatal
pérdida del hecho que pretende capturar, la eliminación de lo
que nombra, y que
en la traducción el problema se duplica. Este mejunje, que daba
a mis trabajos
una textura levemente caprichosa, no produjo grandes reacciones.
Algunas
editoriales seguían llamándome, otras me echaron flit
discretamente y terminé
trabajando más que nada para dos empresas dirigidas por
argentinos, Minotauro y
Muchnik, o para editoriales independientes como Anagrama,
Icaria, la Lumen
de
entonces. Para entonces ya tenía el privilegio de traducir a
Martin Amis, o a
Clarice Lispector, incluso a William Burroughs, a Henry James
nada menos, y en
la medida en que decrecía la autocompasión aumentaba la
responsabilidad. Mi
siguiente subterfugio consistió en desplazar la inquina hacia el
español
literario estándar de ese momento que, en pos de una narrativa
de pura
historia, y del supuesto equilibrio de la forma, las reseñas
periodísticas del
momento encomiaban como “lenguaje fluido”. ¡El equilibrio de la
forma! Esa
gente no había leído a Gombrowicz. El elogio del lenguaje fluido
era la bestia
negra de mi ser de escritor, y la campaña por la higiene de mi
lengua íntima
irrumpió en una rabieta pública contra la lengua contaminante:
un larguísimo
artículo en dos partes bajo el título de <p>Algunas
cuestiones sobre la</p>propiedad del idioma, que se publicó
–y esto habría debido hacerme pensar—
nada menos que en “La
Vanguardia ”. La primera parte se llamaba <p>Del</p>escritor
como ablandador de zapatos, en homenaje de pícara melancolía a un
oficio, ablandar zapatos nuevos de gente rica, que algunos
pobres extravagantes
habían ejercido en la Buenos Aires de los años 50. Muy en breve, decía
que al nacer caemos en un idioma
como en un par de zapatos que nos adjudica el azar; que las
primeras molestias
irritantes aparecen cuando queremos decir una cosa y nos
entienden otra; que
sin embargo no es fácil resignar un signo esencial de
pertenencia; y que al fin
uno se olvida que los zapatos le duelen y termina aceptando el
lugar común,
porque permite tender lazos fáciles. Después acusaba a los
escritores
españoles de haber claudicado ante el uso de un repertorio de
invariables
útiles para protegerse de la intemperie o de andar descalzo, o
sea defenderse
de la vida como la aborda la literatura. Los españoles usaban
los zapatos
heredados como si se sintieran cómodos; se entregaban a la
palabra
instrumental, confiados en la ilusión de su transparencia. Lo
que distinguía a la literatura
latinoamericana, en cambio, era la conciencia de una incomodidad
irremediable,
la constante duda sobre el uso correcto, el trabajo de
insolentarse, la
sospecha de la palabra y de su emisor, la sensación de
impertinencia, el
reconocimiento de toda voz sale por una máscara, de la
dificultad y la
impureza; porque la literatura nacía de una insatisfacción y la
única palabra
justa era la que atacaba el equívoco de la familiaridad. El
inocultable
rencor, producto de la idea no del todo falsa de ser un
proletario cultural a
sueldo de la industria lingüística de su madre, destilaba más
claramente en un
pasaje dedicado a la difusa pero sostenida campaña que por
entonces, época de
establecimiento y afirmación de la narrativa y la industria
editorial
españolas, se había desatado contra las traducciones
sudamericanas de los 40,
50 y 60, que habían alimentado a los lectores durante la penuria
franquista y
ahora eran calificadas de burdas e insostenibles. No quiero
entrar en esas
minucias recurrentes en las jornadas de traductores. Todos
sabemos que cuando
un argentino dice “Voy a lo de Juan” debería decir,
correctamente, “Voy a casa
de Juan”; pero pocas veces discutimos cuán sagaz es que esté
asimilando el
“Vado da Giovanni”
del italiano, e incluso el francés chez Jean o el
catalán can Joan; pero incluso. Tampoco importa mucho
discutirlo; es un hecho.
Lo que importaba para mí entonces era que los escritores
españoles no sólo
denigraban las traducciones sudacas llenas de expresiones como cuadra
(por calle) o durazno; también se negaban a pensar
que millones de
lectores latinoamericanos no sabían qué era un melocotón o un
chaval. Y así. Si
ocultamente esperaba alguna réplica, lo cierto es que no pasó
nada. Tampoco
obtuve rédito, salvo una mórbida hinchazón del amor propio. A
las semanas el
bulto era un hematoma, un derrame, y me sentía bastante idiota.
Unos años
después, los fastos del Quinto Centenario del Descubrimiento de
América,
expresados en el español ecuménico del iberoamericanismo
oficial, un idioma que
no habla nadie, iban a probar que la democracia de la simulación
tiene muchas
cirugías para reparar las huellas que dejan en la lengua las literaturas
y usos
populares y locales. Traducir era la vía idónea para disgregar
ese simulacro de
unidad en un multiverso de voces simuladas pero particulares. El
caso es que
después de mi manifiesto sentí por fin un lento estallido. No
era el que yo
había deseado. Era una disgregación del romance con las leyes
del desasosiego
que me organizaban la conducta. Comprendí que mi sentimiento del
exilio era un
aparato superpuesto, implantado sobre una experiencia real de
atención,
curiosidad y transformación cotidiana, fabricado por aprioris
sobre la cultura
y la biografía. Ese aparato u objeto replicaba una larga serie
de exilios
documentados, acumulando sobre sí la tradición y la historia, y
trabajaba todos
los días en reproducirse a sí mismo. Muchas teorías, tradicionales
y
contemporáneas, afirmaban la superioridad moral del ser
individuado que puede
reconocerse en un relato coherente de sí mismo. Por mi parte, no
sólo las
sensaciones sino también la memoria tendían a la discontinuidad;
a veces
extrañaba mi país y en general, si quería ser sincero, no
extrañaba tanto. El
presente no me daba tiempo para extrañar, y en vez de extrañar
me inducía echar
de menos. La comida, los acentos de los amigos y los amores, la
lectura del
diario, las letras de las canciones que cantaba, los olores que
me salían al
paso o entraban por la ventana a cualquier hora del día,
emociones adosadas a
una hora, un estado del tiempo y un rincón preciso de la ciudad:
de todo eso
era tan actor como de mis recuerdos de adolescencia porteña. Yo
era una
asamblea de delegados de tendencias surtidas que contaban
anécdotas de tiempos
y escenarios disímiles, presentaban mociones contradictorias y
discutían
respuestas a acontecimientos asincrónicos; y lo peor era que a
veces una
facción entera abandonaba la asamblea. El silencio estupefacto
que se hacía
entonces en mi interior delataba una falta de mando, de buró
director, un vacío
central de poder. Sobre un fondo vaporoso aparecían elementos
heterogéneos: la
máquina de escribir y la computadora, el voluminoso croissant
español y la
pequeña medialuna porteña, miembro del rubro pastelero
“factura”, el hule
grasoso y tajeado del asiento de un colectivo 60 y el camarote
acolchado de un
tren AVE, el mediterráneo y el río Luján, la planta llamada
Santa Rita y la
misma planta llama buganvilla, las patillas de Menem y las canas
de los
dirigentes socialdemócratas. En mi relato más íntimo del exilio,
si hubiera
habido algo así al alcance, el movimiento de regreso había
perdido momento de
inercia. Para hacerse clara, la atención al presente me
suplicaba una lengua a
la altura de su multiplicidad, del milhojas temporal y espacial
que era cada
momento. Beckett se proponía hacer agujeros en el lenguaje para
que a lo mejor,
al fin, con paciencia, segregase alguna verdad. Según Deleuze,
escribir era
inventar una lengua extranjera que al entrar como viento en la
lengua del
escritor la sacudía y a la vez desquiciaba todo el lenguaje. Y
para Walter
Benjamin, después de Babel, de la dispersión, cada lengua vivía
dramáticamente
su defecto de fondo, su carácter incompleto. Con esta batería de
argumentos,
por entonces procedí a hacer mi trabajo cotidiano a la vez como
ejercicio de
anulación de mí y como demolición de las constricciones. <p>¡A
disgregar! ¡A</p>disgregar!, era la consigna, así, dicha dos
veces. Exaltación. Entrega,
quimera de la pérdida de sí en la fusión pasajera con la palabra
del otro,
etcétera. Estaba totalmente convencido de este programa. Sobre
todo cuando
traducía autores muy contemporáneos. Tal era el gusto diario de
ofrendar mi
lengua a la presión diversificadora de Alisdair Gray, de Kathy
Acker, de quien
fuera, que llegué a la teoría de que la fidelidad de la
traducción consistía en
idear una manera de traducir para cada libro. Fue una época rara
en la que sólo
me importaban las frases, luego los párrafos, y trataba de
informarlos con
furibundos zafaris al diccionario de autoridades, excursiones
por Quevedo,
Larra, Sarmiento, Mansilla, Lezama Lima, la lírica del tango,
las coplas
madrileñas, Onetti, Juan Benet, Arguedas, las traducciones de
Lino Novás Calvo
y las de Consuelo Bergés, gran atención a las voces de los otros
y una revisión
de la gramática que me acercara lo más posible a la parataxis.
Pero no estaba
preparado. Y, como para corroborarlo, justo entonces salió en un
diario
argentino una reseña de La vida de Jesús, una novela de Toby
Olson que
para la periodista estaba muy bien traducida, decía ella, “por
un españolísimo
Marcelo Cohen”. Todos los aspectos de la cosa me satisficieron
enormemente,
desde el elogio hasta el sarcasmo, pasando por la ingenuidad
argentina de la
reseñadora, que tomaba por españolísmo lo que era una mezcla
personal. Más o
menos por entonces me tocó también traducir las memorias de Mezz
Mezzrow, ese
judío que aprendió a tocar el saxo en el reformatorio, tocó con
Armstrong y
terminó vendiendo marihuana en Harlem, y nada podría haberme
complacido más que
el comentario de que había fraguado se dejaba poco pero al fin
tenía un sonido
inconfundible. Lo que quiero decir es esto: el self,
eso que se supone
que uno es medularmente, signo de identidad irreductible y
término que algunos
se ven obligados a traducir como yo, es verdaderamente
recalcitrante en su
apego a sí mismo y a la congruencia de los relatos sobre sí
mismo o sobre
cualquier cosa en que se refleje, incluso si apela a voces de
otros. Su astucia
más irreprimible, su codicia más sutil, es por supuesto el
estilo. Y yo quería
un estilo de escritor y de traductor, y era muy pretencioso:
quería una
argentinidad de incógnito y, digamos, una hibridez distinguida.
Ahí estaba
entonces, de nuevo agarrado infraganti. Los españoles decían pillado.
El malestar y la revuelta con el español contemporáneo, la
lengua del amo de
casa, la herramienta de castración del entendimiento, habían
tenido un impulso
de liberación política. Pero con toda mi genealogía rioplatense
y mi voluntad
joyceana de anarquía sexual de las palabras, había ido a dar en
el deseo de
distinción, una de las lacras que pueden entregar al exiliado
típico, como un
corderito, a un fascismo reflejo al del fascismo del que lo
segrega. Si el
estilo es una avidez del self, y el arte de objetos como símiles
del conocimiento
una estratagema de dominación, el self es el objeto burgués por
excelencia. El
self es una falacia a posteriori; exactamente como el fetiche.
“El self es la
pensión y los ahorros del rentista estático. ” Esto lo dijo Carl
Einstein. Y
por eso Einstein pensaba que la “destrucción del objeto”
practicada por los
pintores cubistas y por Malevitch no era una cuestión meramente
formal sino la
destrucción de un orden social y epistémico, un orden burgués
fundado en la
posesión, el individualismo y la ficción de cosas y sujetos
constantes. No era
mi caso. En vez de dejar que por la herida del exilio fluyera
una comunicación,
yo estaba construyéndome un lenguaje bien sólido. Como si la
herida del exilio
pudiera cicatrizar alguna vez y blindarse, como si pudiera
capitalizar mis
largas rencillas con el país de adopción y con el de origen,
como si el exilio
no fuera para siempre. Nada bueno para la traducción, como se
comprende. No
había nada que conducir, nada más que un producto de cadenas de
causas que hacían
un presente. El bochorno de entender penosamente algo de esto,
bien que a
medias, se resolvió en un paso hacia la apertura, un atisbo de
soltura. Sólo un
atisbo. Pero uno es incorregible. Cuando volví a vivir a
Argentina, mi soltura
interior se complacía en comprar tanto zapallitos como
calabacines, según
decidiera el motor lingüístico encendido en el instante, y en
injurias
excéntricas, como el anticuado porteño Hacete
hervir o el
encantador
andaluz Que te folle un pez. En las
traducciones me iba a hacer falta
un esfuerzo de discernimiento, pero concibiéndolas como espacios
transitorios
podía hospedar gran cantidad de matices y acentos. Por supuesto,
en seguida me
di cuenta de que el deleite de usar localismos argentinos,
lunfardo,
eventualmente el voseo, se enturbiaba porque muchas veces la
mejor solución, e
incluso la más placentera, era un españolismo; pero esta esquizofrenia
dialectal sólo desbarataba más cualquier ilusión de pertenencia
plena. Ahora
bien: si el regreso no existía, tampoco es que la abundancia
fuera una
solución. La gama de posibilidades expresivas que había
acumulado sólo servía
para jactarme de un desajuste, ahora con mi país. De muchos
desajustes. Porque
no tardé nada en enredarme en malentendidos nuevos. Huelga explicar que la lengua de
la Argentina
de hoy
no es la de Mansilla, ni
siquiera la de Walsh. Es un repertorio de sampleados
del periodismo, la
publicidad, el show político, la cultura psi y los desechos
de un argot de calle
planchados por la clase media, donde no juegan exiguo
papel las traducciones
españolas y los subtitulados y doblajes centroamericanos
de series de televisión.
Hoy los argentinos tienen piscinas en vez de piletas, los camareros
desean buen apetito en
vez de buen provecho, las recepcionistas y conserjes
dicen “aguarde” en vez de
“espere” (porque les parece más refinado), pero el
léxico general es
angustiosamente corto. Son comparativamente pocos los
que manejan las
subordinadas. Profesionales liberales y bastantes escritores
ignoran algunas reglas de
consecución temporal, como la del pretérito
indefinido con el
pluscuamperfecto, de lo que se desprende un acalambramiento
de la memoria y el
presente.
Y aunque uno intente abrevar en la idiosincrasia
de esos usos, asimilarlos con un respeto algo comedido, estoy
seguro de que mis
traducciones no suenan menos raras de lo que sonaban en España.
Lo hago adrede,
claro. No es una veleidad. Es otra vez el intento de que el
cuerpo de las
traducciones de en periodo sea un lugar, un espacio sintético de
disipación de
uno mismo en una cierta multitud de posibilidades, de
comprensión de la
identidad como agregación. Pero no un lugar enajenado, ni
protector, ni
preservado; porque si algo concluí de tantas escaramuzas es que
un espacio
hipotético se vuelve banal si no se ofrece como ámbito de
reunión, de
comunidad, de ágape; si no intenta crear tejido fresco en el
gran síntoma del
cuerpo extenso que somos. Creo
que lugares así, traducciones o ficciones digamos peculiares,
son también
encuentros de voces, de multitud de voces, y centros
desechables, locales pero
siempre provisionales, de agitación de la lengua del
estereotipo, ahora cada
vez más internacional, en pro de una expresión polimorfa. No
deja de
sorprender cómo nos hemos habituado a conceder que odio y
violencia contribuyen
más que el amor y la paz a estructurar las relaciones sociales.
Pero más
sorprendente aún es la difundida resistencia a pensar que el
clima de tensión,
terror y amenaza que envuelve al mundo pueda relacionarse
directamente con la
defensa cerrada de la identidad, la de cada uno o cada grupo, y
el desmesurado
culto de la memoria. Identidad, quiero decir, ilusoriamente
considerada como un
componente basal único y no elegido, en cuya persistencia va el
sentido de la
vida del sujeto y cuya defensa requiere mantener a distancia y a
raya a todo
aquel que puede erosionarla, entorpecerla, importunarla o
modificarla, y si es
preciso comérselo y evacuarlo, o suprimirlo sin más. Identidad
como etnia,
tradición, nacionalidad, religión o filiación política
excluyente, para
empezar. Como por ahora no se ve que ni grupos importantes ni
demasiados
humanos en particular vayan a aceptar que en el fondo, como
dicen ante los
muertos, no son nada, algunas de las voces astutas que el
planeta escucha, como
la del premio Nóbel Amartya Sen, sugieren atender a que la
identidad de un
humano o un grupo, lejos de ser una esencia fatal, es siempre un
agregado
–algunos dirían un constructo—, y que muchos de sus componentes
provienen de
elecciones o adherencias azarosas. Una identidad puede cambiar
con el tiempo,
aun contra la voluntad del sujeto, e incluso sin que el sujeto
lo advierta, y
más cambia a causa de decisiones razonadas; el compuesto se
diversifica. En el
mero plano social, por ejemplo, nos movemos con un portafolio de
identidades a
las que nos referimos según el contexto (género, clase, oficio,
trabajo, raza,
opiniones políticas entre otras), y la relevancia que damos a
una u otra
modifica la conducta. Sen sostiene que la negativa a aceptar la
diversidad
interna de las identidades es un error que une a los publicistas
del choque de
civilizaciones, los comunitaristas, los fundamentalistas
religiosos y hasta los
teóricos de la cultura, y que la ilusión y la imposición de un
sello
identitario único, que crea sensación de destino, fatalidad e
impotencia, es lo
que en el fondo alimenta una ira y una violencia que se
descargan en el otro.
No cito a Sen porque quiera meterme en un asunto que hoy
profundizan muchos
artistas y estudiosos, a saber que la traducción permite cotejar
y renovar las
ideas propias con el lenguaje del otro, sino porque la
observación de que Yo y
el Otro somos cada uno una pequeña multitud toca las fibras
nerviosas del arte
de traducir, del oficio del traductor, y me parece que, al
tiempo que
intensifica los dilemas, la responsabilidad, las perplejidades,
abre una
rendija de libertad. Tomemos la visitadísima disyuntiva entre la
traducción
hipotéticamente neutra y la traducción localista, idiosincrásica
o por así
decir soberana. Las periódicas muestras de fastidio crítico de
lectores
argentinos más o menos expertos contra las traducciones
españolas, la acusación
indignada de ineptitud o colonialismo por el uso terco y, se
dice,
malintencionado de palabras como <p>gilipollas,
majareta, o expresiones como a</p>mí me la trae floja o acabó como el
rosario de la aurora, que les
impedirían gozar del texto, no sólo son reflejos de la
intolerancia ignorante
de los expertos españoles de hace años a aceptar la diversidad
interna de su
lengua; no sólo pasan por alto que la invasión de nuestras
librerías por sobras
de la profusa industria española es un asunto de acumulación
capitalista y
suerte geopolítica, y de una decadencia de nuestras editoriales
en la cual
alguna culpa, además de la dictadura y el capital, han tenido
sus propietarios.
Además de todo esto, esas quejas eluden un nudo acuciante de lo
que, si valiera
la pena elaborarla, podría ser una estética política de la
traducción para
estos tiempos. Dentro de la despótica prosa mundial de Estado en
que se expresa
el continuo de eslóganes publicitarios y políticos, relatos
míticos de la
industria del entretenimiento y ficciones informativas que nos
condicionan, la
sociedad del espectáculo ha incorporado, por afán totalizador y
para que se
ocupe de temas humanos como la angustia, la belleza, la muerte,
etcétera, lo
que la crítica llama “literatura internacional”; la condición
básica de las obras de literatura
internacional es que son eminentemente traducibles. Creo que
como
réplica a esta trampa, en su cíclica revuelta contra los
sometimientos y
condiciones, hoy el espíritu negativo de los escritores se
empeña en asimilar
la literatura independiente, es decir la literatura a secas, con
una
resistencia del texto a ser traducido. Aceptar el juego que
proponen las
poéticas de lo intraducible lleva a conceder que los giros y
jergas muy
locales, los estilos muy personalizados, piden equivalencias
localizadas. Para
no enredarme, voy a exponer el problema de dos maneras. Primera.
Supongamos que
un grupo de vecinos de mi barrio, enfermos de racismo atávico,
se enfurece
contra una familia de inmigrantes nigerianos, los Ababó, porque
cultiva en su
terrenito unos arbustos de fruto alimenticio pero pestilente. La
familia es de
una etnia de su país que vive históricamente del cultivo de esa
planta y fue
maltratada por una mafia lumpen del lugar, etc. Digamos que yo
conozco una
conmovedora novela nigeriana que cuenta una historia como la de
los Ababó y
permite entenderlos. Creo que a mis vecinos les va a cambiar un
poco la cabeza.
Pero la traducción de la novela es española y el traductor
eligió como
correlato del argot de los Ababó y los mafiosos nigerianos el
lenguaje
madrileño de Lavapiés. ¿Qué puedo hacer? ¿Probar si mis vecinos
atraviesan el
velo de un dialecto ajeno de su idioma? ¿Arriesgarme a que su
demonio social
interior aproveche la confusión para acusar a los Ababó de
gallegos de mierda?
¿Proponer que alguna de nuestras humildes pero valerosas
editoriales
independientes pueda comprar los derechos y traducir el libro al
argentino
porteño con una subvención de la UNESCO ? Otra manera de
abordar estas
encrucijadas: Hace dos años el poeta argentino Leónidas Lamborghini
publicó el
poema narrativo Mirad hacia Domsaar. Un viejo que fue
lujurioso y tal
vez poderoso llamado Pigj agoniza sobre una camilla rodante en
una llanura
calcinada donde nada crece, y ni siquiera hay barro para que la
esquina sea
fiel a un famoso mito del tango. Lo acompañan dos mujeres y
alguno más, y el
poema narra la trabajosa partida de la camilla, sobre unas
prácticas rueditas, a
veces derecho, a veces en zigzag, rumbo a no se sabe dónde: como
nuestro país,
como el progreso de la civilización. Entierro de la lírica
pampeana y desecho
sarcástico de la retórica central de la lengua, oficio
beckettiano de tinieblas
y sainete sacramental peronista, mamarracho, vodevil procaz y
oratorio de
altura, relato en verso, también drama grave sobre la muerte
escrito para
narrador y comparsa triste, este poema superlativo no debe haber
entrañado para
Lamborghini ningún riesgo que él no hubiera asumido desde sus
comienzos, cuando necesitó hacerse con un tono
peculiar para expresar su visión. A Lamborghini no debía de
guiarlo
ningún proyecto que no fuera soltar la voz, digamos liberar la
visión, y
modelar. Depuesta la búsqueda
de resultados y seguridades en la mera necesidad de escribir
bien lo que se
escribe, todo riesgo se difumina y sólo queda el beneficio del
poema;
para nosotros, una especie de dolor que alivia, es decir:
estética. No se sabe
qué alcance tendrá. Lamborghini no debe haber pensado en la
difusión
extranjera. Traducir ese texto es un asunto bien peliagudo,
tanto rebosa de
localidad. Y si lo elijo es porque me parece indicativo, pero
bien habría
podido hablar de Russell Hoban, un norteamericano afincado en
Inglaterra, cuya
obra maestra Riddley Walker, una novela de
iniciación en un mundo
posnuclear, escrita en un delicioso inglés neoprimitivo, no se
vende para
traducción a otras lenguas (como si Hoban temiese que la
desnaturalizasen).
Fiel a su ímpetu extremista, recalcitrante en el mundo de la
circulación
reductiva, la literatura se adhiere a la localidad y la
enriquece; vuelve a
empezar desde la diáspora de las lenguas, deroga el mundo de
prosa sintética
donde vivimos separados por aquello que supuestamente nos
comunica. No pocos
pensamos que si la literatura tiene un futuro, será gracias a un
abultado
depósito de libros intraducibles, o por supuesto para nosotros
los traductores,
aparentemente intraducibles. Aún
en casos menos radicales que estos, cuesta pensar que un lenguaje neutral como el del antiguo sueño de la revista “Life” en
español eleve el
sentimiento del traductor por el sentido de su oficio. Pero la
igualdad
de oportunidades entre diversos grupos lectores es una quimera,
porque hay
escasísimas obras que la industria editorial vaya a traducir
para cada país, y
porque lo identitario único tiene una loca potencia de
reducción: del estado-
nación a la región, la comarca, la provincia, la etnia, el clan,
la ciudad, el
barrio, la familia, el yo. Aparte
de que la mera y presunta lengua “argentina” ya está incrustada
de modos de
decir de todo el mundo hispanoparlante, y de otros mundos,
inevitable secuela
ésta del espectáculo global. Adoptar los españolismos porro,
cachondo, piscina
o un uso erróneo y oprobioso del vosotros, el mexicanismo
“lucir” y hasta el
“todo bien” brasileño, y moverse con desenvoltura entre pinches
bueyes,
quiubos, pantaletas y cabrones, todos términos que habrían hecho
rebuznar a sus
inflexibles padres lunfardos, no les ha mermado el señero acervo
de hallazgos vernáculos,
como che, viste, mina o lo que sea. Es sólo un ejemplo. Lo mismo
está
sucediendo con la lengua nacional chilena, peruana, colombiana,
venezolana, con
todas, y, con el aval de la Academia , empieza a pasar con las españolas. En
este clima, la duradera contienda entre la traducción de una
obra a una lengua
verosímil para el lector particular y la tendencia a causarle
extrañeza podría
resolverse en una alternativa nueva. Sería una salida
provisoria, y anunciaría
que en adelante todas las salidas van a ser provisorias. En
realidad, mi
ilusión es que anuncie que en el futuro cada libro exigirá del
traductor, como
exige la escritura, no sólo una solución parcial, sino una
teoría ad hoc, como
si la traducción se convirtiera en una rama de la patafísica,
esa ciencia de
las soluciones particulares. El traductor, cuando no está en la
coyunda de las
páginas cotidianas, sueña con este océano, con el plancton de
las identidades
desintegradas. No olvidemos que un océano es un medio. Ante la
posibilidad de
hacer veinte versiones de un original, cada traducción se
servirá de todos los
componentes de los dialectos y jergas de su idioma, tomando,
para empezar, los
que más le sirvan para la imitación o ejecución interpretativa
de una
superficie. Será un uso rebelde: el máximo de rareza obtenido a
partir del
artificio de la familiaridad global. No me pregunto si no es una
ilusión
desorientadora y hasta perniciosa. En el siglo XVII la versión
de <p>El</p>Quijote en inglés provocó un sismo literario
del cual surgirían montañas como
el Tristram Shandy. Las novelas de
Onetti no existirían sin las
versiones de Faulkner hechas en los 40 en La Habana y Buenos Aires.
Alguien
diría que el comercio vivifica las lenguas, y que cada momento
de una
literatura decide, si quiere más aliento, cuál rama de su
tradición le sirve y
qué le conviene injertar. Claro que si la decisión la toma la
industria --que
reverencia al público, al cual le encanta que lo engañen--, nada
se regenera
salvo el circuito financiero de la palabra que aplasta el mundo,
muchas veces
bajo el adulado ropaje de la belleza. Pero de eso debería
tratarse justamente
cuando alguien dice que le preocupa el lenguaje: no de la
belleza de un atavío,
sino de formas que
abran la conciencia a los vaivenes del viento.
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