Con el macrismo gobernando, este es un momento histórico para releer este texto.
Bertolt
Brecht
Berlín (Alemania), 1934.
Presentación: Jesús Gómez Gutiérrez
Berlín (Alemania), 1934.
Presentación: Jesús Gómez Gutiérrez
El presente texto
apareció en noviembre de 1963 en el Boletín del Seminario de Derecho Político
de la Universidad de Salamanca (España), publicación dirigida en aquella época
por el profesor Enrique Tierno Galván, de cuyo fallecimiento se cumplieron dieciocho
años el pasado 19 de enero.
Ensayista y político, Tierno Galván fue fundador del Partido
Socialista Popular (PSP), organización que se integró en 1978 en el PSOE.
Elegido alcalde de Madrid al frente de una coalición del Partido Socialista y
el Partido Comunista de España (PCE) en abril de 1979, renovó su cargo en 1983
y se mantuvo al frente del consistorio madrileño hasta su muerte.
«¿De qué sirve escribir valientemente que nos hundimos en la
barbarie si no se dice claramente por qué?», se pregunta Bertolt Brecht en el
texto que hoy les presentamos. Sirva entonces como homenaje de La Insignia a un hombre que buscó respuestas. Y
que a veces, las encontró.
Las cinco dificultades para decir la verdad
El que quiera luchar hoy contra la mentira y la ignorancia y
escribir la verdad tendrá que vencer por lo menos cinco dificultades. Tendrá
que tener el valor de escribir la verdad aunque se la desfigure por doquier; la
inteligencia necesaria para descubrirla; el arte de hacerla manejable como un
arma; el discernimiento indispensable para difundirla.
Tales dificultades son enormes para los que escriben bajo el
fascismo, pero también para los exiliados y los expulsados, y para los que
viven en las democracias burguesas.
I. El valor de escribir la verdad
Para mucha gente es evidente que el escritor debe escribir la
verdad; es decir, no debe rechazarla ni ocultarla, ni deformarla. No debe
doblegarse ante los poderosos; no debe engañar a los débiles. Pero es difícil
resistir a los poderosos y muy provechoso engañar a los débiles. Incurrir en la
desgracia ante los poderosos equivale a la renuncia, y renunciar al trabajo es
renunciar al salario. Renunciar a la gloria de los poderosos significa
frecuentemente renunciar a la gloria en general. Para todo ello se necesita
mucho valor.
Cuando impera la represión más feroz gusta hablar de cosas grandes
y nobles. Es entonces cuando se necesita valor para hablar de las cosas
pequeñas y vulgares, como la alimentación y la vivienda de los obreros. Por
doquier aparece la consigna: «No hay pasión más noble que el amor al sacrificio».
En lugar de entonar ditirambos sobre el campesino hay que hablar
de máquinas y de abonos que facilitarían el trabajo que se ensalza. Cuando se
clama por todas las antenas que el hombre inculto e ignorante es mejor que el
hombre cultivado e instruido, hay que tener valor para plantearse el
interrogante: ¿Mejor para quién? Cuando se habla de razas perfectas y razas
imperfectas, el valor está en decir: ¿Es que el hambre, la ignorancia y la
guerra no crean taras?
También se necesita valor para decir la verdad sobre sí mismo
cuando se es un vencido. Muchos perseguidos pierden la facultad de reconocer
sus errores, la persecución les parece la injusticia suprema; los verdugos
persiguen, luego son malos; las víctimas se consideran perseguidas por su
bondad. En realidad esa bondad ha sido vencida. Por consiguiente, era una
bondad débil e impropia, una bondad incierta, pues no es justo pensar que la
bondad implica la debilidad, como la lluvia la humedad. Decir que los buenos
fueron vencidos no porque eran buenos sino porque eran débiles requiere cierto
valor.
Escribir la verdad es luchar contra la mentira, pero la verdad no
debe ser algo general, elevado y ambiguo, pues son estas las brechas por donde
se desliza la mentira. El mentiroso se reconoce por su afición a las
generalidades, como el hombre verídico por su vocación a las cosas prácticas,
reales, tangibles. No se necesita un gran valor para deplorar en general la
maldad del mundo y el triunfo de la brutalidad, ni para anunciar con estruendo
el triunfo del espíritu en países donde éste es todavía concebible. Muchos se
creen apuntados por cañones cuando solamente gemelos de teatro se orientan
hacia ellos. Formulan reclamaciones generales en un mundo de amigos inofensivos
y reclaman una justicia general por la que no han combatido nunca. También
reclaman una libertad general: la de seguir percibiendo su parte habitual del
botín. En síntesis sólo admiten una verdad: la que les suena bien.
Pero si la verdad se presenta bajo una forma seca, en cifras y en
hechos, y exige ser confirmada, ya no sabrán qué hacer. Tal verdad no les
exalta. Del hombre veraz sólo tienen la apariencia. Su gran desgracia es que no
conocen la verdad.
II. La inteligencia necesaria para descubrir la verdad
Tampoco es fácil descubrir la verdad. Por lo menos la que es
fecunda. Así, según opinión general, los grandes Estados caen uno tras otro en
la barbarie extrema. Y una guerra intestina que se desarrolla implacablemente
puede degenerar en cualquier momento en un conflicto generalizado que convertiría
nuestro continente en un montón de ruinas. Evidentemente, se trata de verdades.
No se puede negar que llueve hacia abajo: numerosos poetas escriben verdades de
este género. Son como el pintor que cubría de frescos las paredes de un barco
que se estaba hundiendo. El haber resuelto nuestra primera dificultad les
procura una cierta dificultad de conciencia. Es cierto que no se dejan engañar
por los poderosos, pero ¿escuchan los gritos de los torturados? No; pintan
imágenes. Esta actitud absurda les sume en un profundo desconcierto, del que no
dejan de sacar provecho; en su lugar otros buscarían las causas. No creáis que
sea cosa fácil distinguir sus verdades de las vulgaridades referentes a la
lluvia; al principio parecen importantes, pues la operación artística consiste
precisamente en dar importancia a algo. Pero mirad la cosa de cerca: os daréis
cuenta que no dejan de decir: no se puede impedir que llueva hacia abajo.
También están los que por falta de conocimientos no llegan a la
verdad. Y, sin embargo, distinguen las tareas urgentes y no temen a los
poderosos ni a la miseria. Pero viven de antiguas supersticiones, de axiomas
célebres a veces muy bellos. Para ellos el mundo es demasiado complicado: se
contentan con conocer los hechos e ignorar las relaciones que existen entre
ellos.
Me permito decir a todos los escritores de esta época confusa y
rica en transformaciones que hay que conocer el materialismo dialéctico, la
economía y la historia. Tales conocimientos se adquieren en los libros y en la
práctica si no falta la necesaria aplicación. Es muy sencillo descubrir
fragmentos de verdad, e incluso verdades enteras. El que busca necesita un
método, pero se puede encontrar sin método, e incluso sin objeto que buscar.
Sin embargo, ciertos procedimientos pueden dificultar la explicación de la
verdad: los que la lean serán incapaces de transformar esa verdad en acción.
Los escritores que se contentan con acumular pequeños hechos no sirven para
hacer manejables las cosas de este mundo. Pues bien, la verdad no tiene otra
ambición. Por consiguiente esos escritores no están a la altura de su misión.
III. El arte de hacer la verdad manejable como arma
La verdad debe decirse pensando en sus consecuencias sobre la
conducta de los que la reciben.
Hay verdades sin consecuencias prácticas. Por ejemplo, esa opinión
tan extendida sobre la barbarie: el fascismo sería debido a una oleada de
barbarie que se ha abatido sobre varios países, como una plaga natural. Así, al
lado y por encima del capitalismo y del socialismo habría nacido una tercera
fuerza: el fascismo. Para mi, el fascismo es una fase histérica del
capitalismo, y, por consiguiente, algo muy nuevo y muy viejo. En un país
fascista el capitalismo existe solamente como fascismo. Combatirlo es combatir
el capitalismo, y bajo su forma más cruda, más insolente, más opresiva, más
engañosa.
Entonces, ¿de qué sirve decir la verdad sobre el fascismo que se
condena si no se dice nada contra el capitalismo que lo origina? Una verdad de
este género no reporta ninguna utilidad práctica.
Estar contra el fascismo sin estar contra el capitalismo,
rebelarse contra la barbarie que nace de la barbarie, equivale a reclamar una
parte del ternero y oponerse a sacrificarlo.
Los demócratas burgueses condenan con énfasis los métodos bárbaros
de sus vecinos, y sus acusaciones impresionan tanto a sus auditorios que éstos
olvidan que tales métodos se practican también en sus propios países.
Ciertos países logran todavía conservar sus formas de propiedad
gracias a medios menos violentos que otros. Sin embargo, los monopolios
capitalistas originan por doquier condiciones bárbaras en las fábricas, en las
minas y en los campos. Pero mientras que las democracias burguesas garantizan a
los capitalistas, sin recurso a la violencia, la posesión de los medios de
producción, la barbarie se reconoce en que los monopolios sólo pueden ser
defendidos por la violencia declarada.
Ciertos países no tienen necesidad, para mantener sus monopolios
bárbaros, de destruir la legalidad instituida, ni su confort cultural
(filosofía, arte, literatura); de ahí que acepten perfectamente oir a los
exiliados alemanes estigmatizar su propio régimen por haber destruido esas comodidades.
A sus ojos es un argumento suplementario en favor de la guerra.
¿Puede decirse que respetan la verdad los que gritan: «Guerra sin
cuartel a Alemania, que es hoy la verdadera patria del «mal», la oficina del
infierno, el trono del anticristo»? No. Los que así gritan son tontos,
impotentes gentes peligrosas. Sus discursos tienden a la destrucción de un
país, de un país entero con todos sus habitantes, pues los gases asfixiantes no
perdonan a los inocentes.
Los que ignoran la verdad se expresan de un modo superficial,
general e impreciso. Peroran sobre el «alemán», estigmatizan el «mal», y sus
auditorios se interrogan: ¿Debemos dejar de ser alemanes? ¿Bastará con que
seamos buenos para que el infierno desaparezca? Cuando manejan sus tópicos
sobre la barbarie salida de la barbarie resultan impotentes para suscitar la
acción. En realidad no se dirigen a nadie. Para terminar con la barbarie se
contentan con predicar la mejora de las costumbres mediante el desarrollo de la
cultura. Eso equivale a limitarse a aislar algunos eslabones en la cadena de
las causas y a considerar como potencias irremediables ciertas fuerzas
determinantes, mientras que se dejan en la oscuridad las fuerzas que preparan
las catástrofes. Un poco de luz y los verdaderos responsables de las
catástrofes aparecen claramente: los hombres. Vivimos una época en que el
destino del hombre es el hombre.
El fascismo no es una plaga que tendría su origen en la
«naturaleza» del hombre. Por lo demás, es un modo de presentar las catástrofes
naturales que restituyen al hombre su dignidad porque se dirigen a su fuerza
combativa.
El que quiera describir el fascismo y la guerra grandes
desgracias, pero no calamidades «naturales» debe hablar un lenguaje práctico:
mostrar que esas desgracias son un efecto de la lucha de clases; poseedores de
medios de producción contra masas obreras. Para presentar verídicamente un
estado de cosas nefasto, mostrad que tiene causas remediables. Cuando se sabe
que la desgracia tiene un remedio, es posible combatirla.
IV. Cómo saber a quién confiar la verdad
Un hábito secular, propio del comercio de la cosa escrita, hace
que el escritor no se ocupe de la difusión de sus obras. Se figura que su
editor, u otro intermediario, las distribuye a todo el mundo. Y se dice: yo
hablo, y los que quieren entenderme, me entienden. En la realidad, el escritor
habla, y los que pueden pagar, le entienden. Sus palabras jamás llegan a todos,
y los que las escuchan no quieren entenderlo todo.
Sobre esto se ha dicho ya muchas cosas, pero no las suficientes.
Transformar la «acción de escribir a alguien» en «acto de escribir» es algo que
me parece grave y nocivo. La verdad no puede ser simplemente escrita; hay que
escribirla a alguien. A alguien que sepa utilizarla. Los escritores y los
lectores descubren la verdad juntos.
Para ser revelado, el bien sólo necesita ser bien escuchado, pero
la verdad debe ser dicha con astucia y comprendida del mismo modo. Para
nosotros, escritores, es importante saber a quién la decimos y quién nos la
dice; a los que viven en condiciones intolerables debemos decirles la verdad
sobre esas condiciones, y esa verdad debe venirnos de ellos. No nos dirijamos
solamente a las gentes de un solo sector: hay otros que evolucionan y se hacen
susceptibles de entendernos. Hasta los verdugos son accesibles, con tal que
comiencen a temer por sus vidas. Los campesinos de Baviera, que se oponían a
todo cambio de régimen, se hicieron permeables a las ideas revolucionarias
cuando vieron que sus hijos, al volver de una larga guerra, quedaban reducidos
al paro forzoso.
La verdad tiene un tono. Nuestro deber es encontrarlo.
Ordinariamente se adopta un tono suave y dolorido: «yo soy incapaz de hacer
daño a una mosca». Esto tiene la virtud de hundir en la miseria a quien lo
escucha. No trataremos como enemigos a quienes emplean este tono, pero no
podrán ser nuestros compañeros de lucha. La verdad es de naturaleza guerrera, y
no sólo es enemiga de la mentira, sino de los embusteros.
V. Proceder con astucia para difundir la verdad
Orgullosos de su valor para escribir la verdad, contentos de
haberla descubierto, cansados sin duda de los esfuerzos que supone el hacerla
operante, algunos esperan impacientes que sus lectores la disciernan. De ahí
que les parezca vano proceder con astucia para difundir la verdad.
Confucio alteró el texto de un viejo almanaque popular cambiando
algunas palabras: en lugar de escribir «el maestro Kun hizo matar al filósofo
Wan», escribió: «el maestro Kun hizo asesinar al filósofo Wan». En el pasaje
donde se hablaba de la muerte del tirano Sundso, «muerto en un atentado»,
reemplazó la palabra «muerto» por «ejecutado», abriendo la vía a una nueva
concepción de la historia.
El que en la actualidad reemplaza «pueblo» por «población», y
«tierra» por «propiedad rural», se niega ya a acreditar algunas mentiras,
privando a algunas palabras de su magia. La palabra «pueblo» implica una unidad
fundada en intereses comunes; sólo habría que emplearla en plural, puesto que
únicamente existen «intereses comunes» entre varios pueblos. La «población» de
una misma región tiene intereses diversos e incluso antagónicos. Esta verdad no
debe ser olvidada. Del mismo modo, el que dice «la tierra», personificando sus
encantos, extasiándose ante su perfume y su colorido, favorece las mentiras de
la clase dominante. Al fin y al cabo, ¡qué importa la fecundidad de la tierra,
el amor del hombre por ella y su infatigable ardor al trabajarla!: lo que
importa es el precio del trigo y el precio del trabajo. El que saca provecho de
la tierra no es nunca el que recoge el trigo, y «el gesto augusto del
sembrador» no se cotiza en Bolsa. El término justo es «propiedad rural».
Cuando reina la opresión, no hablemos de «disciplina», sino de
«sumisión» pues la disciplina excluye la existencia de una clase dominante. Del
mismo modo, el vocablo «dignidad» vale más que la palabra «honor», pues tiene
más en cuenta al hombre. Todos sabemos qué clase de gente se precipita para
tener la ventaja de defender el «honor» de un pueblo, y con qué liberalidad los
ricos distribuyen el «honor» a los que trabajan para enriquecerlos.
La astucia de Confucio es utilizable también en nuestros días.
También la de Tomás Moro. Este último describió un país utópico idéntico a la
Inglaterra de aquella época, pero en el que las injusticias se presentaban como
costumbres admitidas por todo el mundo.
Cuando Lenin, perseguido por la policía del Zar, quiso dar una
idea de la explotación de Sajalín por la burguesía rusa, sustituyó Rusia por el
Japón y Sajalín por Corea. La identidad de las dos burguesías era evidente,
pero como Rusia estaba en guerra con el Japón la censura dejó pasar el trabajo
de Lenin.
Hay una infinidad de astucias posibles para engañar a un Estado
receloso. Voltaire luchó contra las supersticiones religiosas de su tiempo
escribiendo la historia galante de «La Doncella de Orleans»: describiendo en un
bello estilo aventuras galantes sacadas de la vida de los grandes. Voltaire
llevó a éstos a abandonar la religión (que hasta entonces tenían por caución de
su vida disoluta). De repente se hicieron los propagadores celosos de las obras
de Voltaire y ridiculizaron a la policía que defendía sus privilegios. La
actitud de los grandes permitió la difusión ilícita de las ideas del escritor
entre el público burgués, hacia el que precisamente apuntaba Voltaire.
Decía Lucrecio que contaba con la belleza de sus versos para la
propagación de su ateísmo epicúreo. Las virtudes literarias de una obra pueden
favorecer su difusión clandestina. Pero hay que reconocer que a veces suscitan
múltiples sospechas. De ahí la necesidad de descuidarlas deliberadamente en
ciertas ocasiones. Tal sería el caso, por ejemplo, si se introdujera en una
novela policíaca -género literario desacreditado- la descripción de condiciones
sociales intolerables. A mi modo de ver, esto justificaría completamente la
novela policíaca.
En la obra de Shakespeare se puede encontrar un modelo de verdad
propagada por la astucia: el discurso de Antonio ante el cadáver de César.
Afirmando constantemente la respetabilidad de Bruto, cuenta su crimen, y la
pintura que hace de él es mucho más aleccionadora que la del criminal.
Dejándose dominar por los hechos, Antonio saca de ellos su fuerza de convicción
mucho más que de su propio juicio.
Jonathan Swift propuso en un panfleto que los niños de los pobres
fueran puestos a la venta en las carnicerías para que reinara la abundancia en
el país. Después de efectuar cálculos minuciosos, el célebre escritor probó que
se podrían realizar economías importantes llevando la lógica hasta el fin.
Swift jugaba al monstruo. Defendía con pasión absolutista algo que odiaba. Era
una manera de denunciar la ignominia. Cualquiera podía encontrar una solución
más sensata que la suya, o al menos más humana; sobre todo, aquellos que no
habían comprendido a dónde conducía este tipo de razonamiento.
Militar a favor del pensamiento, sea cual fuere la forma que éste
adopte, sirve la causa de los oprimidos. En efecto, los gobernantes al servicio
de los explotadores consideran el pensamiento como algo despreciable. Para
ellos lo que es útil para los pobres es pobre. La obsesión que estos últimos
tienen por comer, por satisfacer su hambre, es baja. Es bajo menospreciar los
honores militares cuando se goza de este favor inestimable: batirse por un país
cuando se muere de hambre. Es bajo dudar de un jefe que os conduce a la
desgracia. El horror al trabajo que no alimenta al que lo efectúa es asimismo
una cosa baja, y baja también la protesta contra la locura que se impone y la
indiferencia por una familia que no aporta nada. Se suele tratar a los
hambrientos como gentes voraces y sin ideal, de cobardes a los que no tienen
confianza en sus opresores, de derrotistas a los que no creen en la fuerza, de
vagos a los que pretenden ser pagados por trabajar, etc. Bajo semejante
régimen, pensar es una actividad sospechosa y desacreditada. ¿Dónde ir para
aprender a pensar? A todos los lugares donde impera la represión.
Sin embargo, el pensamiento triunfa todavía en ciertos dominios en
que resulta indispensable para la dictadura. En el arte de la guerra, por
ejemplo, y en la utilización de las técnicas. Resulta indispensable pensar para
remediar, mediante la invención de tejidos «ersatz», la penuria de lana. Para
explicar la mala calidad de los productos alimenticios o la militarización de
la juventud no es posible renunciar al pensamiento. Pero recurriendo a la
astucia se puede evitar el elogio de la guerra, al que nos incitan los nuevos
maestros del pensamiento. Así, la cuestión ¿cómo orientar la guerra? lleva a la
pregunta: ¿vale la pena hacer la guerra? Lo que equivale a preguntar: ¿cómo
evitar la guerra inútil? Evidentemente, no es fácil plantear esta cuestión en
público hoy. Pero ¿quiere decir esto que haya que renunciar a dar eficacia a la
verdad? Evidentemente no.
Si en nuestra época es posible que un sistema de opresión permita
a una minoría explotar a la mayoría, la razón reside en una cierta complicidad
de la población, complicidad que se extiende a todos los dominios. Una
complicidad análoga, pero orientada en sentido contrario, puede arruinar el
sistema. Por ejemplo, los descubrimientos biológicos de Darwin eran
susceptibles de poner en peligro todo el sistema, pero solamente la Iglesia se
inquietó. La policía no veía en ello nada nocivo. Los últimos descubrimientos
físicos implican consecuencias de orden filosófico que podrían poner en tela de
juicio los dogmas irracionales que utiliza la opresión. Las investigaciones de
Hegel en el dominio de la lógica facilitaron a los clásicos de la revolución
proletaria, Marx y Lenin, métodos de un valor inestimable. Las ciencias son
solidarias entre sí, pero su desarrollo es desigual según los dominios; el
Estado es incapaz de controlarlos todos. Así, los pioneros de la verdad pueden
encontrar terrenos de investigación relativamente poco vigilados. Lo importante
es enseñar el buen método, que exige que se interrogue a toda cosa a propósito
de sus caracteres transitorios y variables. Los dirigentes odian las
transformaciones: desearían que todo permaneciese inmóvil, a ser posible
durante un milenio: que la Luna se detuviese y el Sol interrumpiese su carrera.
Entonces nadie tendría hambre ni reclamaría alimentos. Nadie respondería cuando
ellos abriesen fuego; su salva sería necesariamente la última.
Subrayar el carácter transitorio de las cosas equivale a ayudar a
los oprimidos. No olvidemos jamás recordar al vencedor que toda situación
contiene una contradicción susceptible de tomar vastas proporciones. Semejante
método -la dialéctica, ciencia del movimiento de las cosas- puede ser aplicado
al examen de materias como la biología y la química, que escapan al control de
los poderosos, pero nada impide que se aplique al estudio de la familia; no se
corre el riesgo de suscitar la atención. Cada cosa depende de una infinidad de
otras que cambian sin cesar; esta verdad es peligrosa para las dictaduras.
Pues bien, hay mil maneras de utilizarla en las mismas narices de
la policía. Los gobernantes que conducen a los hombres a la miseria quieren
evitar a todo precio que, en la miseria, se piense en el Gobierno. De ahí que
hablen de destino. Es al destino, y no al Gobierno, al que atribuyen la
responsabilidad de las deficiencias del régimen. Y si alguien pretende llegar a
las causas de estas insuficiencias, se le detiene antes de que llegue al
Gobierno.
Pero en general es posible reclinar los lugares comunes sobre el
destino y demostrar que el hombre se forja su propio destino. Ahí tenéis el
ejemplo de esa granja islandesa sobre la que pesaba una maldición. La mujer se
había arrojado al agua, el hombre se había ahorcado. Un día, el hijo se casó
con una joven que aportaba como dote algunas hectáreas de tierra. De golpe, se
acabó la maldición. En la aldea se interpretó el acontecimiento de diversos
modos. Unos lo atribuyeron al natural alegre de la joven; otros a la dote, que permitía,
al fin, a los propietarios de la granja comenzar sobre nuevas bases. Incluso un
poeta que describe un paisaje puede servir a la causa de los oprimidos si
incluye en la descripción algún detalle relacionado con el trabajo de los
hombres. En resumen: importa emplear la astucia para difundir la verdad.
Conclusión
La gran verdad de nuestra época -conocerla no es todo, pero
ignorarla equivale a impedir el descubrimiento de cualquier otra verdad
importante- es ésta: nuestro continente se hunde en la barbarie porque la
propiedad privada de los medios de producción se mantiene por la violencia. ¿De
qué sirve escribir valientemente que nos hundimos en la barbarie si no se dice
claramente por qué? Los que torturan lo hacen por conservar la propiedad
privada de los medios de producción.
Ciertamente, esta afirmación nos hará perder muchos amigos: todos
los que, estigmatizando la tortura, creen que no es indispensable para el
mantenimiento de las formas actuales de propiedad.
Digamos la verdad sobre las condiciones bárbaras que reinan en
nuestro país; así será posible suprimirlas, es decir, cambiar las actuales
relaciones de producción. Digámoslo a los que sufren delstatu quo y que, por consiguiente, tienen más
interés en que se modifique: a los trabajadores, a los aliados posibles de la
clase obrera, a los que colaboran en este estado de cosas sin poseer los medios
de producción.
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