miércoles, 16 de diciembre de 2015

Paso al frente

Comparto una crónica sobre la escuela pública bonaerense que escribió el compañero poeta y docente Gabriel Cortiñas, para la Revista Inrockuptibles de diciembre:

"Paso al frente"
En un aula despintada quince chicos leen un cuento de dos carillas sobre la Guerra de Malvinas. Estamos a fines de abril. Es recién la octava clase que este curso de segundo tiene de Prácticas del Lenguaje en lo que va del año. El profesor, a cargo de la materia desde hace pocos días, camina entre los bancos, no se sienta nunca. Abre la puerta para que corra el aire. La escuela, una secundaria de Munro, está tranquila; hoy por suerte no se escuchan los gritos de la secretaria. En ese clima de trabajo que el docente disfruta no sin cierto orgullo se escucha el gas de una coca de seiscientos que se abre y acto seguido un paquete de papas fritas. Es Leonardo Barrientos, que con diecisiete años es uno de los más grandes del curso. Morocho de ojos verdes con piercing en la ceja, flaco pura fibra. “Ey, profe, usté es re manija, no se queda quieto.” El docente sonríe, asiente con la cabeza, y se acerca: “¿Viste? Sí, no me puedo quedar sentado, tengo ese problemita.” Y enseguida le hace ver al alumno lo mucho que debe gastar en el kiosko cada día. “Al mes es un montón, Leo”. “¿Y? ¿Cuál hay? Para eso trabajo, profe.” Lo dice orgulloso. Él tiene su plata; ayuda al padre en la construcción y gasta, porque puede gastar. “Ya fue, hice hasta el punto 5, lo demás se lo debo.” “Dale, che, te queda la mejor parte: escribir vos otra historia. Aunque sea de media carilla”, insiste el profesor. Pero enseguida tiene que alejarse; Macarena terminó y lo está llamando. Ella tiene 13 y es la más predispuesta a trabajar, le gusta que le corrija en el momento; es una de las pocas que lleva cartuchera. Surge la charla entre los chicos, de forma natural, y el docente se sienta en el escritorio. Quedan un par aún concentrados escribiendo. Entonces empieza a corregir mientras tanto algunos trabajos, los demás quedarán para su casa. 
De Malvinas poco y nada. Nico pregunta por la guerra y que qué carajo tiene que ver con el cuento. Nico se la pasa puteando y es muy ansioso, hace juego con el docente. Tiene letra extremadamente prolija, todo el tiempo dibuja bicicletas “planchadas”, de esas que parecen motos choperas. Usa visera como varios de sus compañeros, se hace respetar. “Es que la pendeja a la mascota le había puesto Malvina porque en ese momento era la guerra, boludo…” El que habla es Maty Ferraro. El docente no interviene porque es un compañero el que está explicando. Pero cuando termina, retoma lo dicho y pregunta, se da cuenta de que la mayoría desconoce el contexto histórico de la guerra. Habla un poco sobre el tema, están atentos. Hoy es un día suave, parece otro curso. 
Suena el timbre pero algunos se quedan adentro escuchando música, otros graban su nombre con liquid en el banco. Nico se llama Nicolás Saldías pero está todo el curso y su carpeta tapizada con “Nico Flow”. En menos de diez minutos ese profesor habrá salido de la escuela con la mitad de las hojas para corregir, con ideas para reformular la próxima clase, con el cuerpo cansado; pero motivado. Lo sepan o no, los pibes que hacía un mes le habían dicho que “no servían para escribir” estuvieron haciendo literatura.

La primera clase
“¿De qué habla el poema? ¿Por qué el poeta eligió un árbol como objeto?”, dice el docente en voz alta mientras algunos miran con cara de fastidio, otros están echados sobre el banco, uno no para de escribir en su celular y, en el fondo, Luciano habla en voz alta con un compañero como si estuvieran negándole la existencia un tipo de treinta, que viste camisa a cuadros y pantalón de vestir. Se para la clase. Veinte minutos antes la secretaria de este colegio de Munro lo había presentado como “el nuevo profesor de Prácticas del Lenguaje” que tendrían hasta fin de año. Los chicos lo medían en silencio; él –que creyó simular– también los medía. Dieciséis chicos de entre 13 y 17 años, la mayoría con ropa deportiva, visera y piercing simulando un lunar. Eran las dos de la tarde y el sol entraba de lleno. Las paredes del aula, como los bancos, son un palimpsesto de firmas que iban desde “Nico Flow”, “Seba la chupa”, “Tense aguanta Chaca corre”, hasta “Yami te amo”. Después de una breve presentación sobre lo que trabajarían durante el año, y todo lo que pensaba hacerlos escribir hizo hincapié en el “no uso del celular en clase”. Les repartió un poema de Gelman y lo leyó en voz alta. Varios se rieron pero no le importó. Tenía una batería de actividades con él, había imaginado que surgiría un debate acerca de la política y en su mente imaginó que saldría de ese curso habiendo propiciado un ágora escolar. Todo cerraba perfecto. 
Pero nada de eso pasaba. Cuando les repartió el poema, todos bufaron. Algunos le advirtieron que no lo intentara. ¿Cómo? Sí, que no intentara hacerlos leer, que media carilla era mucho; y que todo eso que les había dicho que harían: “Ni lo sueñe, profe, usté está loco”. Habían pasado veinte minutos y excepto Macarena, ninguno le estaba prestando atención y cada vez eran más los que miraban su celular, o hablaban entre sí. Macarena preguntó algo acerca de la memoria y lo quiso relacionar pero fue imposible escucharla. Entonces estalló y paró la clase, clase que en realidad nunca había comenzado. Insistió en el respeto y en escuchar al otro. Pero todos piensan, y no sin razón, ¿vos quién sos?, ¿sabés cuántos como vos pasaron por acá? Lo supo después, ese día no lo pudo ver: ellos estaban ahí esperando que él no los traicione como tantos otros

Persuasión y coerción
Unas semanas después están todos leyendo un cuento de una carilla que les acaba de repartir; es un autor que a él no le gusta pero pensó que a ellos los podía convocar. Todos leen menos uno: Luciano. Al principio se resistieron un poco pero cada vez menos. En el primer taller de escritura que propuso la mayoría escribió cinco renglones, le pareció un fracaso. “Es así, olvidate del programa, esa escuela es un caos, yo trabajé. El director no está nunca y los pibes son un bardo,” le dice un amigo que le lleva varios años de ventaja al frente de cursos. Después de ese primer día hubo que replantear todo, poner todo en duda menos algo: la finalidad de que él estuviera ahí. Primero se sorprendió de que la autoridad máxima en ese colegio fuera la secretaria, porque tanto el director como su vice eran un fantasma. Después se deprimió cuando comprobó lo poco que habían hecho el año anterior; y lo que era peor, que de marzo a fin de abril, cuando él tomó las horas, no habían tenido reemplazo. 
Otro colega, no sin cierta ironía, le había dicho “Bienvenido a la escuela pública de provincia, acá hacé lo que puedas pero no te desangres, no vale la pena”. En ese momento tuvo un deseo muy fuerte: que la Secretaria de Educación que le había “otorgado” ese curso, pudiera sacarle la licencia de por vida a ese sujeto que se hacía llamar colega. Después respiró hondo, y recordó el verso de un poeta argentino: negociar todo por lo innegociable*. ¿Cuál era el propósito de que él estuviera ahí y no en otro curso de escuela privada? Que los alumnos puedan avanzar un paso en su lectocomprensión, pensó; contribuir a mejorar su trayectoria escolar. Nada más simple y complejo que eso. 
“No te das cuenta que este te come la cabeza para que labures,” le dice Luciano, empeñado en llevar la bandera del bardo, a un compañero unos días más tarde. Y tiene razón; la persuasión había funcionado, en parte. Con el correr de los días se había instalado cierta dinámica de trabajo: lectura, análisis y escritura. Cada clase como una unidad, por si uno falta que pueda sumarse y no quede colgado. “Dale, dejate de joder y dame bola”, le insistía al compañero ya a los gritos. Hasta que fue demasiado el quilombo que estaba haciendo. Nada de eso hubiera pasado en la escuela privada o en su antigua escuela secundaria, un colegio municipal clasemediero con la gobernabilidad garantizada. No tenía herramientas o experiencias propias que lo pudieran ayudar. Ninguna herramienta le habían dado en las dos magras materias pedagógicas que había cursado en Puán. Los profesorados provinciales tampoco eran la solución: siguen viendo al análisis sintáctico como algo fundamental para la formación cívica de los adolescentes. Y ahí estaba Luciano tomándole prueba a este recién entrado. ¿Qué hacer? Fue en ese instante cuando se escuchó decir: “Cortala, no te das cuenta de que quieren leer, si no la cortás te hago un acta”, tibia nieta de la otrora amonestación. “¡¿Que qué?!” 
Eso, le dijeron después, era un recurso que en esa escuela no se utilizaba por cierto miedo, “para evitar problemas…”. Se lo dijo la secretaria mientras él firmaba. Cuando volvió al aula Luciano había hecho una carta en la que decía que el docente lo había insultado: él también podía hacer actas. Era el más grande de la clase y ostentaba cierto rol de liderazgo. Mientras el docente pedía que los chicos leyeran uno a uno lo que habían escrito simulando que no le hacía mella, Luciano pasaba banco por banco pidiendo insistentemente que firmaran, mientras soltaba por lo bajo que conocía a la barra de Colegiales. Firmaron seis. “¿Qué querías que hicieran?” le dijo después su amigo docente más experimentado. “Si el pibe es el más grande, son ellos los que después comparten el recreo, ponete contento que más de la mitad le dijo que no. Apenas te conocen, algo bien habrás hecho en estas tres semanas. Además, relajate, no pasa nada.” Y así fue: no pasó nada.

Las condiciones materiales
Están en la "biblioteca"; es la mitad de una sala compartida con secretaría, sin paredes que la dividan. Están viendo una película ambientada en Bolivia durante la Guerra del agua (2003) que habla a su vez sobre La Conquista, de ayer, de hoy y de las resistencias. La película se mezcla con la charla de las secretarias y algún comentario que hacen los chicos. La concentración no es fácil y nuestro docente lo sabe. No son las mejores condiciones, no hay "clima de película". Y piensa en cuáles serían las condiciones óptimas para un aprendizaje, pero llega a una rápida conclusión: no existen. Se tiene que trabajar con lo que hay. Es la primera vez que salen del curso, el docente tiene cierta incertidumbre respecto de cómo se portarán "afuera". Una semana antes había sido plebiscitado su cargo a manos de Luciano. Pero ahora se enganchan y le otorgan a él cierta legitimidad, que recibe como una palmada, inesperada, en el hombro: “Profe, con usted se portan bien,” le dirá la bibliotecaria cuando termine la película y todos se hayan ido al recreo. 
Al guardar el DVD se pone a investigar la biblioteca, que rebalsa de libros nuevos, todos con el sello del Ministerio de Educación de la Nación. Y se acuerda de la biblioteca desnutrida de su secundario, a la que había que explorar mucho para poder sacarle algún libro que valiera la pena. Ahí, en una escuela disfuncional y semi desmantelada de Munro, estaban todas las obras completas que le hubiera gustado tener a disposición en los noventa. En esa escuela sin directivos, sin proyecto y sin sentido de pertenencia por parte del cuerpo docente, los sábados funcionaba un Centro de Actividades Juveniles, con talleres de arte, deporte, educación ambiental, ciencia y comunicación. Todo gratis financiado por el Estado Nacional, en su mayoría en escuelas de “población vulnerable”, para intensificar aprendizajes y ampliar la propuesta educativa. ¿Quiénes eran los que daban esos talleres? ¿Hubiera podido modular con alguno? ¿Por qué nadie le había comentado de esa inciativa? 
Son las tres de la tarde, baja las escaleras y sale caminando. Está relajado, hoy siente que se pudo trabajar, que los pibes pudieron aprovechar un espacio para hacerse alguna pregunta y ejercitar la escritura. Recuerda la frase de Freire: que no hay nada mejor que una pedagogía que propicie preguntas más que respuestas, que la pregunta es la madre del empoderamiento, y blablablá. Entonces, ¿cómo hace el Estado para saber si un docente tiene las herramientas para trabajar con un grupo de chicos reales y no “los que imagina que deberían ser” o en caso de no tenerlas si las intentará construir o dirá a la primera de cambio “no se puede”? ¿Quién evalúa? Hay que decirlo: es un error haberle regalado el concepto de evaluación al neoliberalismo. Habría que poder evaluar si un docente tiene o no la voluntad de trabajar con y por los jóvenes, y si considera que pueden aprender. Claro, tenés que bancarte un paro de dos meses para reformar la carrera docente Y eso, ¿qué ministro, qué gobierno se lo banca?

Mesa de examen
En diciembre le toca compartir la mesa de exámen con otros dos cursos. Del suyo se la llevaron 4 y se presentaron 2. Reparte una copia del examen que tiene dos carillas y se sienta. La profesora de tercero tiene su misma edad. Llega tarde, apurada y copia 4 preguntas en el pizarrón: “¿De qué trata el cuento x? ¿Cuáles son los personajes principales? ¿Qué tipo de narrador tiene? Y ¿Qué tipo de cuento es?” Cuando termina dice “chicos copien el examen”. Los profesores están sentados sin saber de qué hablar. Hace calor y el ventilador hace lo que puede. Nuestro docente pretende ponerse a leer pero la de tercero le pide una copia del examen “para mirarlo”. Ah, no… ¿vos sos nuevo acá no? Le dice con el tono de quien te está haciendo un gran favor porque derrocha sabiduría: “Esto es muy difícil para ellos. Acá tenés que dar cosas más fáciles.” Nuestro docente vuelve a perder la paciencia como si un millón de pibes con su celular encendido hubieran entrado en malón al curso para dejarlo ciego por última vez, o mejor, iluminarlo: “Mirá, no sé de qué dificultad me hablás porque en segundo eran 16 y se la llevaron 4. Y les tomo lo mismo que vimos durante el año, o sea que si doce compañeros de ese curso pudieron resolver…” Pero se da cuenta de que está hablando demasiado fuerte, y la “colega” lo mira como quien escucha hablar en ruso. 
Algo que le contaron: después de la crisis de 2001 se realiza el Operativo Nacional de Evaluación y obviamente dio muy mal. Sin sorpresas, los resultados más bajos se dieron en escuelas de población vulnerable y viceversa. Hasta ahí nada nuevo, pero se detectaron 15 escuelas repartidas en todo el país que se corrían de esa norma esperable. Habían obtenido resultados altos, a pesar de ser parte del sector más castigado. Un equipo del ministerio las fue a visitar, una semana entrevistando a la comunidad educativa de cada una. Al cruzar la información no surgió nada distintivo. ¿Cómo podía ser que una escuela del Conurbano hubiera sacado unas de las notas más altas y otra a dos cuadras, con la misma población, los mismos sueldos, los mismos recursos materiales, notas muy bajas? Lo único que tenían en común estas 15 escuelas entre sí, lo único que las diferenciaban, era un aspecto cualitativo: la comunidad educativa estaba convencida de que los jóvenes iban ahí para aprender, de que podían aprender. 
Dos horas más tarde sale del colegio por última vez en el año. Su mente es una máquina de rumiar: el Estado debería poder detectar si un docente desconoce su rol político en el aula, o si es racista, ¿pero cómo? Desde el año 2006 la educación es un derecho y eso compone un cambio de paradigma. Pero de hecho, hay aún un sector no menor del cuerpo docente que entiende que la inclusión se opone a la calidad. Un docente es un funcionario público y su función no es neutra; exige una toma de posición. “No puedo ser profesor en favor de quienquiera y en favor de no importa qué.” Recuerda esa frase de Freire y piensa: debería estar grabado con cincel en cada escuela del país.

*Dulce cabroncito, impío vástago
por si debe sértelo dicho otra vez
acá queda dicho otra vez lo que debe
serte dicho una y otra vez: negociación
para un fin no negociable, negociar
todo por lo innegociable. Inflígete
esta consigna en la carne, grábatela
en la frente con una púa de tocadiscos
calzate otra vez las botas y regresá
a la estrella de la que viniste.

(Martín Gambarotta)

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